Cuando pensamos en la cultura rural, lo primero que nos viene a la cabeza son algunas expresiones heredadas del mundo campesino tradicional: las figuras misteriosas del carnaval, las danzas y canciones populares, las hogueras de San Juan…
Hundiendo sus raíces en un sustrato pagano inmemorial, tras ser filtradas por siglos de cristianismo, todas estas prácticas perdieron su utilidad más aplicada (prevenir plagas en los cultivos, conjurar la fertilidad, invocar el poder del sol, etc.), pero mantuvieron intacta la capacidad de reforzar el tejido comunitario y el sentimiento de pertenencia. Con la desintegración del mundo campesino y la progresiva inserción del medio rural en la sociedad industrial contemporánea, buena parte de esta cultura popular de origen campesino fue adquiriendo el carácter de un espectáculo concebido para deleitar a un público que ya no participa activamente, sino que se limita a consumir una experiencia pintoresca. Un público que, en algunas zonas, está compuesto mayoritariamente por turistas y visitantes esporádicos que llegan atraídos por el encanto de estas expresiones vernáculas y su áurea de autenticidad.
Probablemente, nadie pensaría en el cine como un elemento propio de la cultura rural y, de hecho, salvo en contadas ocasiones es cierto que “el mundo del cine” siempre se ha situado en un contexto urbano. Sin embargo, en aquel medio rural que asistía al derrumbe del mundo campesino tradicional, las salas de cine adquirieron una relevancia que, actualmente, tiende a pasar desapercibida.
Quién sabe si los cines de pueblo contribuyeron a acelerar el éxodo migratorio que vació nuestras comarcas durante la segunda mitad del s.XX. A fin de cuentas, aquellas películas raramente hablaban de lo que ocurría en el campo y, si lo hacían, en demasiadas ocasiones era para denostarlo o ridiculizarlo. Puede que los estereotipos reproducidos y amplificados en la gran pantalla alimentaran el complejo de inferioridad que erosionó la autoestima rural en aquellos tiempos de desarrollismo y nuevos ricos.
De lo que no cabe ninguna duda es que las salas de cine abrieron una ventana por la que se colaban mundos insospechados que, necesariamente, transformarían la mirada sobre lo propio y lo ajeno. Pero, incluso, más allá (o más acá) de la pantalla, los cines de pueblo constituyeron en sí mismos una novedad que contribuyó, tanto o más que las propias películas, a transformar los procesos de socialización en la ruralidad. No tanto por el hecho de reunir a cientos de vecinos y vecinas en una misma sala ante un espectáculo audiovisual (cosa que el teatro llevaba siglos haciendo), sino por la asiduidad que el cine permitía. Con una programación regular, el cinematógrafo dejó de ser una curiosidad que podía verse en las ferias para convertirse en uno de los principales puntos de encuentro de aquella nueva ciudadanía rural que emergía sobre las ruinas de la antigua comunidad aldeana.
Los cines de pueblo jugaron también un papel muy destacado en la articulación del tejido asociativo que hoy en día sostiene la vida cultural en tantos territorios rurales. Amparados por la oscuridad del patio de butacas y el volumen ensordecedor de la banda sonora, las filas traseras y el gallinero ofrecían las condiciones idóneas para eludir el férreo control moral y político del franquismo tardío y de la Transición. En los cines rurales, aparte de romances, también se fraguaron otro tipo de relaciones que escapaban a la censura de la época…
Una cola frente al Maitena…

Elizondo es, probablemente, uno de los pueblos con más tradición cinéfila de Navarra. Muchos recuerdan todavía el cine de El Pilar, especialmente aquella programación navideña que organizaba Baztandarren biltzarra cuando las monjas cedieron el espacio. También los curas tuvieron su cine parroquial junto a la iglesia de Elizondo y en Lekaroz… pero, sin duda, el gran cine del Baztan fue el Maitena.
Situado en la Plaza de los Fueros, se inauguró en 1933 y mantuvo su actividad hasta 1971. Con una programación de 3 ó 4 películas por semana y con un aforo de 526 localidades, el Maitena adquirió una importancia social y cultural de primer orden. Hoy en día cuesta creer que en el Baztan de la Segunda República o de la posguerra hubiera un equipamiento de esas características.
Acostumbrados a ver cine en el salón de casa, en el medio rural hemos olvidado la potencia de un acto tan sencillo como ver determinadas películas de forma colectiva. Durante los últimos años han proliferado innumerables festivales de cine en el medio rural que apuntan en esta dirección, pero, por más interesantes que sean sus propuestas, su efecto en las dinámicas sociales y culturales nunca podrá compararse al de una sala permanente con una programación continua. Se trata de un hecho constatable en las casas de cultura de poblaciones más grandes que cuentan con los medios suficientes para ofrecer este servicio, pero, desafortunadamente, en localidades más pequeñas el cine forma parte de una historia tan reciente como olvidada.
Por esta razón, el pasado 13 de febrero invitamos a un grupo de personas a formar una cola frente al lugar donde, en su día, se encontraba la puerta del cine Maitena. Un pequeño ejercicio de memoria histórica cultural y un gesto que pretendía devolver a la gente del Baztan la posibilidad de recuperar, de forma momentánea y ficticia, la condición de espectador-observador. Una condición que van perdiendo a medida que la turistificación del valle les convierte en “extras” involuntarios de la escena campestre que entretiene al visitante en este plató al aire libre que conocemos con el nombre de medio rural.